Nuevas tecnologías aplicadas a la educación y medios audiovisuales de comunicación como recursos didácticos

Nuevas tecnologías aplicadas a la educación y medios audiovisuales de comunicación como recursos didácticos

Nuestra sociedad, como todas las que las han precedido, sobrevive bajo el yugo de las tiranías y el anhelo de las esperanzas. Una de sus horcas caudinas  es el tiempo. No el tiempo uniforme, universal y neutro de la teoría clásica de Newton, sino el tiempo preñado de incertidumbres concebido por Einstein y que puede desembocar en varios futuros posibles. Es cierto que tales futuros están atrapados por las estrechas pasarelas del presente pero hoy sabemos, y tenemos pruebas empíricas que lo atestiguan, que un solo acontecimiento histórico,  científico o económico, por muy imprevisible que sea, puede cambiar la faz de la Historia en una época donde ya no hay cabida para las certezas absolutas.

Venimos de un  mundo de certidumbres y estamos llegando a un mundo de probabilidades. A lo largo de los siglos, las civilizaciones y las distintas doctrinas, religiosas o políticas, han ido creando narrativas globales que describían el futuro como un mundo posible y feliz. Sin embargo, hoy se tiene la sensación de que las sociedades occidentales (y las occidentalizadas) carecen de un fundamento explicativo para la realidad en que se vive e intenta sobrevivir.

Este ocaso en las creencias absolutas o el relativismo de las certezas es la Era del Vacío que imaginara Lipovetsky (1996), construida sobre los pilares sociológicos del hedonismo y el consumo desenfrenado y donde ya somos conscientes de que «el futuro es responsabilidad de los que habitamos el presente y que lo que nos espera no tiene un destino final o predeterminado ni por Dios ni por la Historia» (Area, 2001: 10). Creemos que un Proyecto Docente siempre hay que hacerlo mirando al futuro, pero el futuro es, como hemos tratado de exponer y por definición, imperfecto. Por otra parte, resulta complicado tratar de encontrar razones que avalen y justifiquen la realización de un  Proyecto Docente en el contexto socio histórico en que éste se ha de desarrollar sobre todo teniendo en cuenta  que la complejidad de lo impredecible es una característica de la arritmia convulsiva  que se genera en nuestras sociedades. Sin embargo, eso no debe ser óbice para considerar que un Proyecto Docente es un plan racional de actuación sobre una parcela concreta de la realidad que implica explicitar una determinada concepción de esa realidad y un particular ejercicio de reflexión teórico-práctico sobre la misma. Supone, igualmente una forma de declarar las intenciones y el sentido transformador de la realidad mediante la acción proyectada, así como una valoración y selección de las estrategias y recursos a utilizar.

Más que un tránsito por un paisaje circunstancial, un Proyecto Docente debe ser un viaje interior donde se realice profesión pública de nuestro credo pedagógico y, en ese sentido, creemos que la coherencia tiene que ser uno de sus valores fundamentales. Coherencia con lo que somos y queremos ser y lo que hacemos y lo que queremos hacer, coherencia que une indisolublemente al Proyecto Docente con el proyecto de persona.

 La postura que vamos a defender en este Proyecto difiere sensiblemente de considerar los objetivos de sus disciplinas (Nuevas Tecnologías aplicadas a la Educación y Medios Audiovisuales de Comunicación como Recursos Didácticos) como un exclusivo entrenamiento del profesor para el uso eficaz y eficiente de nuevos medios en la enseñanza.

Creemos que el estudio de las nuevas tecnologías y los medios debe hacer reflexionar críticamente al futuro profesional de la educación sobre las nuevas formas de representar y comunicar desde todas las perspectivas posibles. Y en cualquier Proyecto Docente tendría que ser válido el principio de que no es posible la crítica epistemológica sin crítica social (Bordieu, 2002a). En todas las épocas históricas encontraríamos argumentos para defender un saber comprometido tal como nos instaba Bordieu (2002b) en una de sus últimas conferencias, pero hoy, como veremos a lo largo de este Proyecto Docente, esa necesidad se hace acuciante y hasta angustiosa.  La producción de un saber comprometido, tanto en la docencia como en la investigación, no debe aspirar a morir atrapado en los «corralitos epistemológicos» de las disciplinas, en las frías líneas descriptivas de los grupos de investigación o en la ingente maraña de producción bibliográfica. Tampoco en el ego narcisista de quien se mira al espejo mágico y no encuentra a los auténticos protagonistas de esta historia. Ni en la rutina cíclica y desprovista de todo significado  de un dogmatismo sancionador y autorreferente. El conocimiento no avanza con la certificación y transmisión de las certezas, sino con el cuestionamiento de aquello que es obvio y también de lo que desconocemos.

Por eso, la interrogación crítica como forma de evitar el principio sistemático de error que es la visión soberana (Bordieu, 2002a) nos parece el medio más válido para alcanzar ese saber comprometido a que antes aludíamos que nos haga despertar del fundamentalismo pedagógico para poner a prueba en una práctica científica y social teorías y conceptos, ideas que puedan mover (y conmover) a las personas.  Este Proyecto Docente, no contiene principios inalterables y absolutamente de obligado cumplimiento, pero postula la necesidad de prácticas educativas que «crucen fronteras» (Giroux, 1990) y nos liberen de la coerción de lo ortodoxo cuando lo ortodoxo se convierte en un discurso autoritario y fundamentalista. Es el mismo sentido que Feyerabend (1989) daba a  la práctica científica de los heterodoxos y de los heresiarcas.

La estructura facilita la transmisión de los mensajes. Nosotros hemos optado por una estructura de contenidos a la que hemos denominado «redes asociativas» en un intento por superar la linealidad de los programas de las asignaturas, anclados desde nuestro punto de vista en una visión claustral y endogámica de los contenidos. El principio de estructuración ramificada  de los contenidos no se limita a ser un mero principio formal y didáctico sino que es el modelo que imita a la estructura misma de nuestro pensamiento.

Deleuze y Guattari (1994) sostienen que el pensamiento y el cerebro están más próximos a sistemas caóticos e inciertos que a la ordenación jerárquica de los conocimientos. Utilizan la metáfora del rizoma, aquel tallo radiciforme de algunos vegetales, formado por una miríada de minúsculas raíces enmarañadas y conectas entre sí formando un conjunto complejo. El conocimiento o el aprendizaje rizomático supone una ruptura total con la jerarquización y verticalidad de los contenidos  posibilitando un tránsito entre los conocimiento que no es otro que la transversalidad. Las redes asociativas de contenidos están estructuradas en torno a núcleos generadores de conocimientos relacionados entre sí. Y a su vez, las distintas redes asociativas están conectadas entre sí. 
En este modelo ya no es posible la actuación de la lógica binaria que opera en los sistemas arborescentes ni tampoco la sectorización o parcelación de los conocimientos atrincherados en sus respectivas disciplinas científicas. Morin (1998: 35) lo expresaba así: «Nunca pude, a lo largo de toda mi vida resignarme al saber en pacerlas; nunca pude aislar un objeto de estudio de su contexto, de sus antecedentes, de su devenir. He aspirado siempre a un pensamiento multidimensional. Nunca he podido eliminar la contradicción interior... Nunca he querido reducir a la fuerza la incertidumbre y la ambigüedad».

En otro texto, Morin (2000) nos dice que una mente bien ordenada es una mente apta para organizar los contenidos y evitar así su acumulación estéril. Nuestro sistema de pensamiento y nuestro sistema educativo han privilegiado el análisis sobre la síntesis y la separación en detrimento de la unión. Esta posición es insostenible ante la acumulación ingente de información y el desarrollo de la aptitud para contextualizar y globalizar los saberes, se convierte en un imperativo en educación. Pero en esa globalización debe estar presente la incertidumbre. También Morin (1999) nos recuerda una frase de Eurípides: «Los dioses nos dan muchas sorpresas: lo esperado no se cumple y para lo inesperado, un dios abre la puerta».

Con este pensamiento, el filósofo francés nos instala en el paradigma de la complejidad como alternativa al paradigma cartesiano que ha impulsado el conocimiento científico desde el siglo XVII. La función del método no será otra sino invitar a las personas que aprenden a pensar por sí mismas en la complejidad.

Para dirigir la razón hay que comenzar por la incertidumbre en el sentido kantiano del  sapere aude («Ten el valor de servirte de tu propia razón»). Enseñar podría definirse como compartir confusiones para crear nuevas respuestas que expliquen la realidad y adentrarse en el terreno inexplorado de nuevas confusiones, nuevas preguntas que guíen el conocimiento en un proceso de semiosis infinito e inconcluso.

Si quisiéramos buscar un consenso sobre una premisa que consideremos razonablemente cierta, ésta vendría a decir que la realidad es compleja. El mundo en que vivimos es imprevisible («… lo esperado no se cumple y para lo inesperado, un dios abre la puerta» que decíamos unos párrafos atrás). Los sistemas dinámicos no están sujetos a la linealidad causa-efecto o a los angostos límites de la lógica binaria. Los postulados de la Teoría del Caos, el paradigma de la complejidad, el modelo rizomático o la lógica borrosa han posibilitado nuevas formas de conocimiento científico y valiosas aplicaciones tecnológicas, pero también pueden configurar nuevas formas de conocimiento en las ciencias sociales. Éstas, las ciencias sociales, se han convertido en ciencias demasiado empíricas para comprender la realidad. Es cierto que nos enseñan certezas como grados de probabilidad de que algo sea verdadero o falso, pero no nos enseñan a enfrentarnos con la incertidumbre al hacer de la realidad algo que pueda quedar simplificado a la manipulación del método experimental y sujeto a control en condiciones de laboratorio y bajo las premisas con pedigree de la investigación «científica».

En educación acusamos una fuerte dependencia de la concepción técnica y científica de las formas de enseñar y aprender. Los problemas didácticos y organizativos, por ejemplo, se exponen y son investigados como sistemas lineales estáticos, aún reconociendo la complejidad que, por esencia, los convierten en dinámicos. Una hipótesis inicial, un análisis de los datos recogidos con un instrumento de observación ad hoc y unas conclusiones implícitas o deducidas de la lectura de la información recabada, nos permiten realizar ciertas predicciones de tipo determinista, llevándonos a la ilusión investigadora de que hemos interpretado la «realidad».

Nuestra propuesta de configuración de contenidos, en particular, y el Proyecto Docente, en general, ha intentado tener en cuenta estas argumentaciones que venimos sosteniendo. Si reconocemos la naturaleza hipertextual de nuestro conocimiento (que se asemeja al lenguaje hipertextual que podemos encontrar en la Red), ¿por qué no exigir un replanteamiento de los contenidos académicos y, sobre todo, una revisión de los procesos bancarios de enseñanza y aprendizaje? Se ha abogado con insistencia en la elaboración de un currículum globalizado en contextos educativos no universitarios (Torres, 1987, 1989, 1994, 1996)  y en una organización interdisciplinar del mismo, en un intento de conectar información y conocimiento, es decir, de ir «más allá de las disciplinas».

Y todo eso, recluidos en el círculo endogámico de nuestra asignatura, procurando no invadir espacios académicos de otras disciplinas, ya que en los contextos universitarios se posee una especial sensibilidad hacia el «allanamiento» de contenidos de otros «corralitos epistemológicos» como decíamos en otro lugar. En nuestra propuesta de redes asociativas de contenidos «desaparece» el orden de los bloques, de las unidades, la secuencia «lógica» de los temas enumerados, la cronología inexorable de los módulos temporales… este caos es sólo aparente.
Además, haciendo la salvedad, de que nuestra propuesta sigue siendo nuestra particular visión de la estructuración de los conocimientos de las materias que son objeto del Proyecto Docente, pero que necesariamente no tiene que coincidir exactamente con los posibles itinerarios que realicen nuestros alumnos y alumnas cuando aprenden, es decir, cuando convierten la información en conocimiento, en producción de significados.

Al igual que cuando miramos una imagen, cada persona realiza un recorrido visual diferente, nosotros lo que hemos querido destacar ha sido la relevancia de ciertos contenidos como operadores básicos generadores de conocimiento, como si se tratase del concepto de «peso visual» en el caso de la imagen.

Aún más, no establecemos el planteamiento de redes asociativas de contenidos como si fuera la ley mosaica, sino como una estructura dinámica sujeta a una serie de condiciones que le garantizan su adaptación a nuevas situaciones y líneas de fuga conceptuales para que las redes asociativas que se establezcan si ramifiquen hacia espacios de conocimientos alternativos o inéditos hasta entonces. La dimensión creativa, o la reflexiva, o la investigadora han sido sistemáticamente atrofiadas por la cultura profesional académica dominante. Barthes (1987) recomendaba a los  jóvenes investigadores que «el trabajo (de investigación) debe estar guiado por la pasión y nunca por las exigencias académicas o institucionales». Eso también debería ocurrirle a la práctica educativa en general. Tendríamos que hacer una revisión arqueológica –como la que nos propone Foucault (1997)– de las palabras que usamos. Conceptos como «enseñanza», «aprendizaje», «disciplina», «evaluación», «innovación», «currículum»… todas ellas esconden visiones sobre el mundo, sobre las personas y las relaciones de poder.

No se trata de reinventar campos semánticos sino de orientarlos de forma que amplíen sus límites. La práctica educativa debería ser, por definición, creativa, reflexiva, autocrítica, investigadora, innovadora... es decir, lo que ahora colocamos como accidental tendría que ser lo esencial. 
Haciendo un símil con la concepción de Freire (1980), la concepción determinista de la educación bancaria no hace sino generar «oprimidos intelectuales» que devienen de un proceso degenerativo que provoca la mutación de niños y niñas en alumnos y alumnas.

En el proceso evaluador que contiene nuestra propuesta docente se ha incluido la autoevaluación como una estrategia básica de la misma. No podemos formar docentes reflexivos y críticos con su propia práctica profesional si no les proporcionamos situaciones de aprendizaje para tal fin (Schön, 1998).  La evaluación es un espacio de aprendizaje óptimo para diseñar e implementar estrategias destinadas a formar perfiles profesionales impregnados de una actitud reflexiva y autocrítica. Las disfunciones de la evaluación del rendimiento del alumnado han sido ampliamente puestas en tela de juicio (Santos Guerra, 1993a y 1993b; Villar Angulo, 1992 y 1994; De la Torre, 2000 y 2002; Zabalza, 1990). De la Torre (2000) resalta las disfunciones más comunes de la evaluación: a) El carácter sancionador del error en la práctica evaluativo; b) El carácter dilemático de la función formativa y de la acción sancionadora y c) El juicio interpretativo que acompaña a toda evaluación.

La autoevaluación aspira a ser una estrategia más fiable y válida que la heteroevaluación. No participa del carácter sancionador, puesto que su finalidad es esencialmente formativa, así como tampoco forma parte de la cultura del error que obvia y destierra otros aspectos positivos que deberían formar parte de una valoración global de cada situación de aprendizaje. Es, en este sentido, más multidimensional que la simple heteroevaluación de los conocimientos de los alumnos y alumnas. Y, sobre todo, es una situación de comunicación didáctica donde se aprende a que la actitud reflexiva y crítica forme parte del aprender a enseñar.

En nuestra práctica docente hemos constatado que no es una estrategia fácil de aprender, quizás por lo inusual o quizás por la misma complejidad que encierra. Con toda seguridad, la autoevaluación presentará sus deficiencias estructurales y sus posibles abusos, sin embargo, compartir este tradicional espacio de poder en manos de los docentes genera ciertos efectos positivos en los alumnos y alumnas que acreditan a la experiencia autoevaluadora: libera tensiones, aumenta la motivación y el placer por aprender, incrementa la autoestima, facilita la comunicación didáctica y el trabajo cooperativo desligado de todo clima competitivo… En definitiva, en un Proyecto Docente –como afirma De la Torre (1992)– se dan cita la experiencia, los conocimientos y las creencias. No solamente se trata de un plan fundamentado de acción pedagógica e investigadora sobre una disciplina académica sino también es una proyección personal hacia el futuro.

Pensamos que es fundamental comunicar a los alumnos y alumnas que estudian en la Universidad que no están ante un cuerpo de conocimientos cerrado, porque no existen los conocimientos acabados e inmutables. No existe una única manera de captar los hechos y que debe haber reformulaciones constantes. Es necesario asimilar los conflictos y controversias consustanciales a la construcción del conocimiento porque, en definitiva, el motor del progreso en la ciencia es el escepticismo razonable.

Habría que capacitar al alumnado de la institución universitaria para que fuese capaz de analizar y reflexionar sobre la realidad y esto pasa ineludiblemente por despertar en ellos el respeto por su propia capacidad de pensar, de generar buenas preguntas, de urdir interesantes conjeturas y de hacer el estudio más sensible al uso de la mente que a la simple memorización de pasados supuestamente victoriosos o denigrantes (en el caso de la Historia), elucubraciones de la mística epistemológica o el ipse dixit categórico que elevamos a la categoría de dogma.

Entendemos nuestra profesión docente como una exigencia en la utilización de técnicas creativas y de recursos didácticos que logren «seducir» a las personas que aprenden hasta quedar cautivado no solamente con la adquisición de conocimientos, destrezas y actitudes sino también con los interrogantes que surgen conforme se avanza en ese aprendizaje y que nos empujan inexorablemente al sentido crítico.

Ese sentido crítico que se despierta según vamos perdiendo las orejeras de las que, una enseñanza tradicional, que entrena las mentes para memorizar y no para discurrir, para admirar y no para discernir, nos ha provisto a todos. Los alumnos y alumnas que únicamente son capaces de memorizar lo ya sabido, es posible que nunca aporten una idea creativa ni lleguen más allá de la reproducción de «saberes» perpetrados por la autoridad académica  (el del ipse dixit) y refritos por sus lacayos. La educación es un fenómeno individual y social complejo que se produce en una sociedad es sí misma muy compleja. Nuestro Proyecto Docente quiere nacer al amparo de dos ideas fundamentales:

a. La primera hacer referencia a que la única revolución posible y necesaria en la sociedad será la revolución ética. Creemos que para ser denominada como tal, la educación debe contener en su seno la semilla de la utopía, la capacidad de saber que somos capaces aún de tomar los Palacios de Invierno que oprimen la condición humana (Guzmán, Correa y Tirado, 2000).
Cultivar la «cultura de la normalidad» desde la Escuela y de las instituciones educativas será siempre dar un visado de supervivencia a lo cultural e ideológicamente establecido. El maestro Paulo Freire (1997: 21) se refería a este tema: «La ideología fatalista, inmovilizante, que anima el discurso neoliberal anda suelta por el mundo». El peso de lo dado, la realidad que se nos dicta en nuestras conciencias como inmutable, los mensajes encubiertos y manifiestos que nos adoctrinan desde los medios y desde los sistemas educativos… nos convierten en seres atomizados, apolíticos, indolentes, fragmentos segmentados de audiencias hábilmente instruidas sobre el consumismo compulsivo, faltos de la sensibilidad y solidaridad necesaria para comprender al Otro y convivir con él… Todo lo que se nos torna determinado por la ideología neoliberal, a su cinismo fatalista y a su rechazo al sueño y a la utopía (Núñez, 2001).

b. La segunda de las ideas sobre las que gira este Proyecto Docente se configura como una apertura hacia posturas metodológicas innovadoras que sean capaces de producir un conocimiento socialmente comprometido (como hemos defendido a lo largo de estos párrafos).

Entendemos la innovación educativa como un proceso, un estado… y no un momento de lucidez docente al amparo o no de convocatorias administrativas de carácter meritocrático. Definimos la innovación educativa como una propuesta alternativa de base utópica, fundamentada en la ética y el compromiso docente y caracterizada por una finalidad emancipadora que trasciende a sus prácticas metodológicas novedosas o disidentes. También seguimos la postura de De la Torre (1992) para quien la innovación es un proceso intencional de desarrollo profesional e institucional. Igualmente, esta segunda idea aspira a huir de todos los dogmatismos y fundamentalismos pedagógicos.

La palabra «proyecto» implica siempre una idea de futuro. Es una palabra seductora por cuanto no hay en ella atisbo de matiz negativo alguno. Esto es un Proyecto Docente que tiene que ver con la educación, con la docencia universitaria, con los medios y las nuevas tecnologías y que se ha de justificar en el discurso apacible y racional de las palabras. Nadie podrá medir el poder que oculta una palabra (Grijelmo, 2000: 11) pues ellas son los embriones de las ideas, el germen del pensamiento, la estructura de la razón y la cuna de los sentimientos.

Hay unas palabras que siempre nos habría gustado escribir para proporcionar una identidad previa a lo que deseamos que se convierta este Proyecto Docente: «Creo en la racionalidad y en las posibilidades de apelar a la razón sin convertirla en diosa. Creo en las posibilidades de la acción social significativa y en la política transformadora, sin que nos veamos necesariamente arrastrados por los rápidos mortales de las utopías absolutas. Creo en el poder liberador de la identidad, sin aceptar la necesidad de su individualización y su captura por el fundamentalismo» (Castells, 2000: 72).

También éstas, del educador social Eduardo Galeano: «... Yo también me lo pregunto siempre. Porque ella está en el horizonte. Y si yo camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. Y si yo me acerco diez pasos, ella se coloca diez pasos más allá. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar...».

Datos de la publicación

Tipo: Proyectos docentes

Autores

Ramón Ignacio Correa García