E
Revista de Humanidades y Ciencias Sociales
N. 12, 2 (2022), pp. 147-174
: 0214-0691
https://doi.org/10.33776/erebea.v12i2.7770
Fecha de recepción: 10/V/2022
Fecha de aceptación: 30/IX/2022
P 
Mujeres denunciantes, Jueces, Admi-
nistración de Justicia, Corona de Castilla,
siglo .
K
Female complainants, Judges, Admi-
nistration of Justice, Crown of Castile, 15th
Century.
R
Durante el Antiguo Régimen, los jue-
ces se alzaban como la gura central del
ámbito judicial, eran ellos quienes «deter-
minaban la justicia». Su imagen se enal-
tecía, al actuar por designación del rey,
quien era considerado Vicario de Dios en
la tierra para hacer justicia en su nombre.
De todos modos, cuando los magistrados
cometían algún tipo de abuso, solían ser
denunciados por las personas afectadas y
debían responder por ello. En numerosas
ocasiones, esas denunciantes eran mujeres,
las que, como se ha demostrado, tenían
una amplia presencia ante los estrados de
la justicia. En esta oportunidad, se analiza,
en una primera parte, la trascendencia de
la gura del juez; y luego, acusaciones de
mujeres contra malos jueces, en el ámbito
jurisdiccional de la Corona de Castilla, ha-
cia nales del siglo .
A
During the Old Regime, the judges
were the main gure of the judicial sphere,
«stating the justice». Furthermore, their
image was crucial because they were des-
ignated by the king, who was considered,
in his turn, the Vicar of God on Earth in
order to make justice in his name. Howev-
er, when the magistrates committed some
kind of abuse, they used to be denounced
by the aected people and had to respond.
Frequently, those complainants were wom-
en, who, as studied, had a large presence
before the law courts. In the following
paper, I analyze in the rst place the tran-
scendence of the gure of the judge and, in
the second place, the accusations of wom-
en against bad judges, in the jurisdictional
area of the Crown of Castile, at the end of
the 15th century.
D . M   
(C  C,   )
Elisa Caselli
Univesidad Nacional de San Martín
E,  () . - https://doi.org/10.33776/erebea. v12i2.7770
Existe una idea, muy arraigada, según la cual, en los siglos pasados, la mujer se
encontraba absolutamente condicionada y subyugada. Y hay razones de mucho
peso para creer que era así, pues esa es la imagen que se desprende nada menos
que de las leyes, que jaban su situación jurídica, y de otros discursos, asimismo
determinantes, como por ejemplo los tratados de medicina o sobre la naturaleza,
que daban también sustento y justicación a las primeras. Se trataba de una
cosmovisión, cuyas raíces se perdían en los orígenes de la cultura judeo-cristiana,
nutrida por la recuperación y difusión de ciertos principios del derecho romano,
portadores de unos gérmenes antifeministas, que pervivirían hasta épocas
recientes, los que Enrique Gacto (2013, p. 28) describe como «la historia de una
larga discriminación».
Esa idea condujo también a que se llegara a postular la «invisibilidad» de las
mujeres. Advierte Perrot (2009, p. 10), al tener una menor presencia en el espacio
público, la documentación tampoco se refería a ellas: «se las ve poco, se habla
poco de ellas». Era «el silencio de las fuentes». Sin embargo, esta misma autora
señala en su trabajo sobre la historia de las mujeres —dedicado en especial a
Francia, pero aplicable a otros espacios— «el silencio se ha roto» (Perrot, 2009, p.
9). Y aún más. Arma con acierto Ofelia Rey que resulta hasta incómodo seguir
hablando de la invisibilidad de las mujeres en la documentación, pues solo se
trata de saber buscar (2015, p. 188). Las fuentes denitivamente hablan de ellas
y en particular lo hacen las fuentes judiciales (Perrot, 2009). Y es justamente esta
documentación la que obliga a discutir y repensar la situación condicionada de
las mujeres, pues su presencia en los tribunales emerge de manera signicativa.
Sin negar la subordinación a la que han sido sometidas (y en muchos aspectos
aún lo son) en la sociedad patriarcal, estas fuentes permiten rescatar la agencia
femenina y reconocer sus capacidades para defenderse a sí mismas y a sus intereses.
Y lo muestran en un abanico social amplio, es decir, no restringido a mujeres
destacadas y por ello mejor conocidas.
Nuestro trabajo se aboca a indagar precisamente en el terreno de la
administración de justicia. La investigación, que se limita al orbe jurisdiccional
de la Corona de Castilla, a nales del siglo , se sustenta fundamentalmente
en documentación procedente de la justicia secular ordinaria, aunque también,
en la medida que resulte necesario se recurre a la normativa pertinente. Dentro
de las circunstancias que podían conducir a las mujeres al ámbito judicial, nos
detendremos en una que reclama particular atención y que evidencia muy bien
esas capacidades recién aludidas: las denuncias efectuadas contra malos jueces o,
en todo caso, contra quienes con sus decisiones las habían perjudicado. El trabajo
se divide en tres partes: en la primera, se analizan los orígenes y motivaciones
que condujeron a la centralidad de la gura del juez en el escenario judicial; la
segunda, dedicada a resumir las diversas circunstancias en las que encontramos
Elisa Caselli

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mujeres en el ámbito de la justicia ordinaria; para nalmente, examinar algunos
ejemplos concretos.
. J   
Al margen de prácticas subrepticias que suelen diluir la división tripartita de
poderes, la imagen, tan exitosamente instalada, de autonomía e independencia
que en la actualidad posee el poder judicial en Occidente ha interferido, con
cierta frecuencia, en el modo de aproximarnos a las justicias del pasado. A pesar de
los formidables avances que los estudios sobre el tema han logrado en las últimas
décadas, la justicia de Antiguo Régimen sigue reclamando una mayor ajenidad en
nuestras miradas, y más aún cuando se trata de analizar la cotidianidad judicial.
Comencemos por recordar una cuestión clave: la administración de justicia
era en sí un acto de gobierno y poseía, por tanto, una alta signicación política. La
consideración del monarca como Vicario de Dios para impartir justicia en su
nombre1, a la vez que se alzaba como el pilar principal para la fundamentación
del poder regio, tenía como consecuencia inmediata hacer de la justicia la tarea
esencial del gobierno de la Monarquía (Garriga, 2004). Y tal asociación hacía
que una justicia correcta fuera interpretada como sinónimo buen gobierno. El rey
debía ser ante todo buen juez. Resulta imprescindible considerar este aspecto
sustantivo a la hora de analizar tanto el comportamiento de quienes impartían
justicia en nombre del rey, como los dispositivos de control instaurados sobre
jueces y ociales de justicia.
A nuestro juicio, una de las desemejanzas más notorias —sobre la que hemos
venido trabajando en los últimos años2— reside en la gestión económica de la
justicia y, muy especialmente, en cómo se componían los ingresos de los jueces,
atendiendo de manera particular a la proporción que a ellos correspondía por las
penas pecuniarias. El hecho de que los magistrados percibieran derechos por sus
actuaciones, porcentajes por los remates a su cargo y una porción de las penas
pecuniarias por ellos mismos aplicadas apunta al corazón de tales diferencias y
requiere, por tanto, un extrañamiento más radical en su abordaje. Por otra parte,
es importante recordar que, amparados en esa facultad, algunos jueces cometían
abusos y extralimitaciones en el ejercicio de su cargo, con el solo n de incrementar
los benecios personales. Situaciones que solían ser denunciadas por pleiteantes y
justiciables que se habían visto afectadas o afectados por tales comportamientos.
1 «Vicarios de Dios son los reyes cada uno en su regno puesto sobre las gentes para mantenerlas
en justicia». Partida II, Título I, Ley V. En todos los casos, las referencias a esta obra corresponden a
la edición: Las Siete Partidas del Rey don Alfonso el Sabio, Imprenta Real, Madrid, 1807.
2 Desde diferentes perspectivas, el tema ha sido examinado en Caselli (2016a, 2016b, 2017,
2018, 2019, 2020).
Denunciar injusticias. Mujeres contra malos jueces...
E,  () . - https://doi.org/10.33776/erebea. v12i2.7770
1.1 ImpartIr justIcIa en nombre del rey: la fIgura del juez y sus «calIdades»
En el ámbito estudiado, se puso especial cuidado en las calidades que debían
reunir los ociales encargados de administrar la justicia ordinaria, vale decir,
aquellos que actuarían en nombre del rey. El interés de la Monarquía por vigilar
las actuaciones de los jueces se constata al menos desde el siglo : el tema había
sido referido en el Fuero Real, pero adquirió centralidad en las Siete Partidas. En
la centuria siguiente, en el Ordenamiento de Alcalá de 1348, se estipulaba ya la
realización de pesquisas con el n especíco de seguir de cerca el comportamiento
de los jueces. Existía plena conciencia de la necesidad de controlar la actividad, bajo
la preocupación fundamental de asegurar una correcta administración de justicia.
Así, con el propósito de impedir prácticas abusivas, se crearon o revitalizaron
instituciones clave que perdurarían largamente, como las visitas, las pesquisas y
los juicios de residencia, destinadas, precisamente, a supervisar el desempeño de
los magistrados (Fortea, 2003).
Cabe recordar que todas las ciudades, villas, lugares, y otras entidades menores
(como aldeas, cotos o granjas) se encontraban bajo jurisdicción directa del monarca
o bien bajo jurisdicción señorial, fuera esta laica o eclesiástica. Dentro de este
complejo entramado jurisdiccional, las ciudades de realengo funcionaban, con
relación a su gobierno y al poder ejercido sobre sus términos, como si se tratara de
un espacio señorial más, conservando, al igual que los señoríos, sus capacidades de
administrarse, de dictar disposiciones y ordenanzas y, asimismo, de negociar con
el monarca, según las circunstancias. Por tal razón, ya desde épocas tempranas,
los reyes tratarían de controlar las instituciones políticas locales, a través de un
representante directo suyo. Inspirada en el principio de corregir3, nacería así una
gura clave: la del corregidor4.
3 Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua Castellana (1611), hace derivar un con-
cepto del otro, asociando corregir al cargo: «Corregir: vale enmendar […] Corregir, castigar […]
Corregidor, el que rige y gobierna una ciudad o pueblo. Latine prætor. Corregimiento, cargo de
corregidor». El vocablo corregidor proviene del latín corrigere (Corominas, 2012 y del principio
romano ius corrigendi, que remitían a la noción de corregir o enmendar. El concepto se habría
desarrollado dando lugar en diferentes épocas y espacios a los cargos de «corrector», «reformador»,
«reformateur», «corregedor» y «corregidor».
4 No fue el primer agente regio con tales propósitos. Bermúdez Aznar (1974) encuentra un
primer antecedente en los veedores y enmendadores alfonsinos, mientras que González Alonso
(1970), hallaría precursores en el «juez de salario» o en los «jueces de fuera parte», pues se trataba
de jueces enviados por el rey a los municipios, cuyos salarios debían ser asumidos por las ciudades.
El término «corregidor», como ocial real designado para desempeñar tareas de gobierno y justicia
en los municipios, fue empleado por primera vez en las Cortes de 1348 (González, 1970). A partir
de allí, el cargo se iría deniendo con mayor precisión, extendiéndose su presencia a casi todas las
ciudades castellanas. Como es sabido, son incontables los trabajos dedicados a la gura del corre-
gidor. Solo a título de ejemplo, mencionaremos algunos autores y autoras que se han ocupado del
tema: González Alonso, Bermúdez Aznar, Lunenfeld, Matilla Tascón, Guerrero Navarrete, Bona-
chía Hernando, Ruiz Povedano, Losa Contreras, Diago Hernando, Fortea Pérez, Asenjo González,
Elisa Caselli

E, ,  () . - : 0214-0691
Durante el reinado de Isabel y Fernando se consolidaría el corregimiento
como órgano de la jurisdicción local ordinaria (Diago, 2004), con facultades
competenciales mejor denidas (Cuartas, 1975), emitiéndose las provisiones
para sus designaciones con mayor regularidad, entendiéndolo siempre como un
representante del rey en los municipios (Fortea, 1991). Competían al cargo diversas
funciones de gobierno5; además, claro está, de la responsabilidad fundamental
de administrar justicia: para ello asumían la jurisdicción del municipio, con
capacidad para conocer tanto en causas civiles como criminales, quedando los
alcaldes ordinarios subordinados a sus decisiones. Las disposiciones indicaban
claramente que los jueces no debían trabar lazos, ni entablar relaciones personales
de ningún tipo en el ámbito de su jurisdicción, pues se entendía que podían
afectar su imparcialidad e independencia. Por este mismo motivo, el ejercicio del
cargo se limitaba a un año y, vencido dicho plazo, se disponía su traslado. No
obstante, se han constatado numerosos casos de corregidores que permanecían
largos años en un mismo lugar, contrayendo matrimonio, adquiriendo
propiedades, etc. (Diago, 2004; Caselli, 2016b). Por otra parte, debe recordarse
que el corregimiento solía cubrir varias ciudades, entre las cuales el corregidor
alternaba su presencia; durante las semanas o meses que se ausentaba, actuaba
en su nombre su «teniente» o «lugarteniente» para cuyo nombramiento aquel se
encontraba facultado. Por lo general, designaba en tales funciones a un alcalde
local, con lo cual la intencionalidad de las disposiciones quedaba, también allí,
desvirtuada. Sin lugar a dudas, los responsables de administrar justicia trababan
relaciones de diferentes tipos en su espacio jurisdiccional, incluidas actividades
económicas, haciéndose con ello partícipes activos de alianzas políticas y de
redes clientelares. Si bien es cierto que se trataba de vínculos cambiantes, pues
respondían a conguraciones que, por su propia naturaleza, así lo eran (Dedieu,
2000), resultaba sumamente difícil que el corregidor pudiera erigirse por sobre
el juego faccioso de los grupos locales, situación que de manera inexorable lo
obligaba a asumir compromisos que de algún modo incidirían en sus decisiones
judiciales6. Claro que en este aspecto cumplían un rol clave la idoneidad y la
honestidad de los jueces.
Jara Fuente, Lorenzo Cadarso.
5 Entre otras: convocar y presidir los ayuntamientos (con voto en caso de empate entre regi-
dores); vericar el cumplimiento de las ordenanzas, enmendar o realizar nuevas; preservar el orden
público y, por supuesto, perseguir los delitos; disponer la custodia de puertos y aduanas que hubiera
en su corregimiento y la vigilancia en campos, caminos, ventas y bodegas; scalizar la hacienda
municipal (tratando de evitar las apetencias de particulares), controlando las rentas concejiles y los
gastos efectuados en obras públicas; procurar el abastecimiento de la ciudad y supervisar los precios
(Losa, 2003).
6 Como señala Diago Hernando (2004, p. 206), los corregidores casi nunca lograron «actuar
como un poder moderador capaz de imponer soluciones conciliadoras a las facciones enfrentadas
en cada ciudad, sino que, por el contrario, gobernaron con el exclusivo apoyo de una de dichas
Denunciar injusticias. Mujeres contra malos jueces...
E,  () . - https://doi.org/10.33776/erebea. v12i2.7770
Desde ya que para ejercer el ocio había que cubrir ciertos requisitos mínimos7,
entre los que comenzaba a contar ya por entonces la formación académica
(Roldán, 1989). De todos modos, la presencia de legos e incluso de iletrados
entre quienes administraban justicia subsistiría durante mucho tiempo; como así
también, militares desempeñándose como jueces (Asenjo, 2017). Sin embargo,
y a pesar de esta heterogeneidad, primaba una noción muy extendida respecto
a la calidad y el honor que debían converger en la persona del juez. Aquellos
encargados de impartir la justicia regia se adornarían de virtudes análogas a las
exigidas al príncipe: rectitud, templanza, modestia y vigilancia (Mantecón, 2002).
Resulta de fundamental interés a los propósitos de este trabajo, recordar que estas
nociones tan elevadas habían fraguado durante la Baja Edad Media, a partir de dos
procesos clave e íntimamente relacionados entre sí. Por un lado, la consideración
de que el rey ejercía una justicia que lo volvía «semejante a Dios» (Gauvard, 2010,
p. 896), sublimando, por consiguiente, a los ociales que actuaban en nombre
del monarca. Por otro, las transformaciones cardinales operadas en el ámbito de
la justicia, tanto referidas a las reformulaciones de los juristas de la época, como a
los cambios en el desarrollo procesal.
Para comprender tales modicaciones debemos partir por reconocer
la valoración política del acto de administrar justicia, tanto en el plano
eclesiástico como en el secular. La preocupación de la Iglesia por controlar los
comportamientos desviados y las proposiciones consideradas heréticas condujo,
a través de la obligación de la confesión auricular de los pecados —no limitada
ya a los cenobíticos sino extendida al conjunto del laicado— con la aplicación de
la penitencia correspondiente, a una juridización de la pastoral (Catalina, 2020).
Según Paolo Prodi (2006), esto comportaría la creación de una estructura judicial
sobre el fuero interno de las personas, coincidente con la jurisdicción ordinaria
de parroquias y diócesis, cuya importancia radicaba en ese carácter judicial y su
consiguiente advenimiento como institución jurídica, que serviría de soporte
para la represión de la herejía a través de la Inquisición. En esta extensión de la
capacidad eclesiástica se adoptarían nuevos procedimientos que, poco a poco,
facciones en detrimento de los intereses de la contraria, a la que sólo le quedó abierto el camino
del recurso a las instituciones centrales de gobierno y administración de justicia de la monarquía».
7 Se contemplaban exigencias físicas: la ceguera, la sordera o la insania mental, entre otras, eran
impedimentos para el acceso a estos cargos; éticas —que «sean leales e de buena fama e sin mala
codicia e que tengan sabiduría para juzgar los pleitos derechamente […] e buena palabra e sobre
todo que teman a Dios…» [Partida III, Título IV, Ley III]—; y sociales —ser buen cristiano, a lo
que más tarde se sumará la limpieza de sangre, por ende, los excomulgados, conversos o sospechados
de cualquier herejía quedaban formalmente excluidos—. Asimismo, los afectados a la servidumbre
o aquellos que desempeñaban ocios viles, se hallaban impedidos de ejercer el ocio de juzgar. Del
mismo modo, las mujeres, salvo las reinas, las duquesas o las herederas de algún señorío [Partida
III, Título IV, Ley IV].
Elisa Caselli

E, ,  () . - : 0214-0691
dejarían denitivamente atrás a las ordalías y los juicios de Dios8, conando las
decisiones judiciales a los jueces (Jacob, 2014).
Estos cambios trascendentales tendrían su correlato en los tribunales seculares.
Hasta los siglos y , aproximadamente, en los casos criminales, la venganza de
la víctima (o de sus allegados) se consideraba un derecho, por cuanto buscaba
restablecer, mediante un resarcimiento o satisfacción, un equilibrio que había sido
alterado. El problema era que, con frecuencia, esa compensación generaba más
violencia e inducía al desorden, además de ser una justicia resuelta y negociada en
manos privadas (Sbricoli, 2002) y en la que los jueces podían terciar únicamente
en caso de que la parte afectada hubiera efectuado la acusación correspondiente.
Con el aanzamiento de los poderes públicos, se procuraría no solo desalentar
las venganzas, sino también intervenir en la resolución de los conictos, sin
necesidad de que existiera denuncia alguna. Sobre la base de que la comisión de
un delito quebraba la paz pública, la respublica civitatis se identicaría como parte
ofendida, adquiriendo de ese modo su condición de parte actora en justicia. A
partir de esta formidable abstracción9, los jueces, es decir la autoridad política,
tendrían no solo la posibilidad, sino la obligación de actuar de ocio.
Como consecuencia de tales reelaboraciones, entre nales del  y mediados
del , se produjo una drástica reconversión del procedimiento judicial,
apreciable en dos aspectos fundamentales. Por un lado, una mayor seriación
de los actos procesales —por el incremento de casos—, por otro, escritura y
tramitación tenderían a coincidir: las actuaciones escritas constituirían el proceso
judicial en sí, cuyo valor estratégico ancaba en la capacidad de permitir una
reformulación regulada y protegida del conicto por parte de una justicia pública
(Vallerani, 2005). Por estas fechas existían ya los primeros tratados que incluían
la inquisitio como modo de conocer el crimen, abriendo las puertas para que los
procesos pudieran incoarse a partir de un indicio, así, la fama adquiriría un rol
central en las causas seguidas tanto en tribunales eclesiásticos como seglares. En el
fondo, a pesar de que la interpretación y decisión nal residía en el juez, la fama,
que podía llegar a asumir una auténtica función probatoria, respondería también
a la valoración social existente sobre víctimas, acusados y testigos (Vallerani,
2005). La instrucción procesal pasaba así a depender enteramente del juez,
como así también la imposición de la pena, punto culminante de la armación y
manifestación de la justicia pública (Sbriccoli, 2002). En este punto, el juramento
por él realizado al asumir sus responsabilidades en el cargo, de que juzgaría de
acuerdo a su conciencia, se transformaría en un elemento altamente signicativo, a
8 Las dicultades que encontraban las autoridades de Roma para controlar los veredictos locales
de ordalías y juicios de Dios, cuyo fallo, en última instancia, dependía del criterio de la comunidad,
inuyó en la decisión, adoptada en el IV Concilio de Letrán de 1215, de dejar de avalar estas prácti-
cas (Catalina, 2020). Sobre ordalías y juicio de Dios, ver Jacob (2014), en especial, capítulos a .
9 El tema se encuentra magnícamente desarrollado en Sbriccoli (1998).
Denunciar injusticias. Mujeres contra malos jueces...
E,  () . - https://doi.org/10.33776/erebea. v12i2.7770
la vez de marcaba un cambio radical respecto de la situación anterior. En palabras
de Robert Jacob (2014, p. 272), a través de este acto, «se instaura, en la historia
del derecho, la supremacía de la razón sobre el rito».
Dentro de las mutaciones judiciales que estamos sintetizando, merecen
particular atención la facultad de los jueces para imponer penas pecuniarias10.
Un modo de disuadir las venganzas privadas recién mencionadas fue aplacarlas
mediante una compensación económica, siempre proporcional al daño causado,
bajo la condición de resignar la represalia violenta. Tales acuerdos no constituían
sino composiciones tendientes a componer o re-componer —de allí su nombre—
la paz social (Toureille, 2013). Cuando los poderes públicos fueron capaces de
administrar justicia y reprimir el crimen, las composiciones derivaron en multas
o penas aplicadas por jueces, cuyo destino sería, al menos en un tercio, el de las
arcas reales, como sanción por haber infringido la ley y por haber quebrantado la
paz pública11.
En el caso de Castilla, el producto de sanciones por penas pecuniarias se
asignaba una parte al sco o Cámara Real, y las restantes se dividían, según los
casos, entre la víctima, el acusador o denunciante (si existía) y el juez actuante.
El propósito de ofrecer una porción del castigo económico a los acusadores de
un delito, aunque ellos fueran extraños al suceso denunciado, era estimular la
colaboración con la justicia. En tanto que mediante la fracción adjudicada a los
jueces se buscaba agilizar el funcionamiento judicial (Alonso Romero, 1985). El
inconveniente más grave al que conducían estas buenas intenciones era que, tanto
en un caso como en otro, no podían evitarse las especulaciones sobre el benecio
particular que se obtendría al efectuar una denuncia o emitir un fallo judicial. La
documentación estudiada permite constatar largamente los abusos cometidos por
jueces inescrupulosos que, por optimizar sus benecios, eran capaces de llegar a
situaciones extremas.
Los aspectos clave que acabamos de sintetizar modicaron sustancialmente el
desarrollo procesal, como decíamos, y al mismo tiempo ubicaron al juez como
referente esencial de la justicia. Una justicia que, aunque indirectamente, derivaba
de Dios y hacía de su n el propósito esencial del buen gobierno. Bajo juramento
y según su conciencia, los jueces se constituían como «la fuente formal del acto de
juzgar» (Jacob, 2014, p. 191) y su ocio adquiría como razón de ser última nada
menos que la «determinación de la justicia» (Garriga, 2015, p. 79).
10 Recordemos que por pena pecuniaria se entendía aquel castigo que se establecía mediante la
jación de un precio por el crimen cometido y cuya aplicación provocaba una disminución del patri-
monio del condenado, ya fuera en bienes muebles o inmuebles (conscaciones) o en dinero (multas)
(Alonso Romero, 1985).
11 Este proceso es constatable en diferentes espacios, ver, por ejemplo: Toureille (2013); Billoré
(2012); Allinne (2001); Alonso Romero (1985).
Elisa Caselli

E, ,  () . - : 0214-0691
Si nos hemos detenido en explicar la naturaleza de la gura del juez, su
signicación y sus capacidades, ha sido para poder ponderar las aptitudes y el
potencial de algunas mujeres: sus actuaciones no se detenían aun ante los máximos
representantes de la justicia real.
. L       
Como es sabido, los estudios sobre las mujeres se han multiplicado de manera
notoria durante las últimas décadas, abordando aspectos de lo más variados.
La historia de las mujeres en la justicia no ha sido ajena a este avance, y así
lo testimonian numerosas obras sobre el tema12. En ocasiones, los estudios se
enmarcan en trabajos más amplios, con un enfoque comparativo, o bien se
elaboran sobre temas especícos o casos particulares, pero que indagan siempre a
partir de fuentes judiciales13. No hace falta insistir sobre la riqueza que este tipo
de documentación proporciona, en especial, si se realiza una lectura minuciosa de
la misma. De todos modos, no sobra reiterar ciertos recaudos metodológicos. El
primero es recordar que se trata de una fuente mediada, es decir, las voces que a
través de ellas nos llegan son producto de lo que los escribientes oían y volcaban
al papel, y lo hacían casi siempre de manera rutinaria, utilizando abreviaturas
(a veces muy sui generis), muletillas y fórmulas, que repetían en los sucesivos
procesos. Y en el caso de las mujeres, esta interferencia es doble, pues tenemos
la traslación de voces femeninas a un registro masculino. Finalmente, pero no de
menor relevancia, es necesario tener presente que el escenario que estas fuentes
reproducen remite a una realidad conictual, ellas exhiben desde pequeñas
traiciones e incumplimientos a grandes crímenes, pero siempre en un contexto de
enfrentamiento y equilibrios quebrados. No obstante, denuncias, manifestaciones
de parte o deposiciones de testigos muestran también cómo, de acuerdo a los
intereses y la cosmovisión de quien declaraba, habrían debido ser las cosas si
el hecho desencadenante del litigio no las hubiera alterado. Por otra parte, más
allá de que lo expresado fuera o no verdadero, importa lo verosímil, es decir, si
12 En lo que concierne a los siglos medievales y modernos, son numerosos los aportes de los
últimos años que, desde distintas perspectivas, analizan la presencia de mujeres en el ámbito judi-
cial hispánico, entre otras autoras y autores, podemos mencionar a Iñaki Bazán, David Carvajal de
la Vega, Alberto Corada Alonso, María Isabel del Val Valdivieso, Isabel Drumond Braga, Raquel
Iglesias Estepa, Juan José Iglesias Rodríguez, Tomás Mantecón Movellán, María José Pérez Álvarez,
Ofelia Rey Castelao, Margarita Torremocha Hernández. Un interesante estado del arte en: Muñoz
Saavedra (2016); Ver también Torremocha Hernández y Corada Alonso (2017).
13 Como, por ejemplo, los magnícos estudios realizados por Claude Gauvard, donde la autora
analiza, en términos comparativos, la violencia y la desigualdad criminal entre hombres y muje-
res (Gauvard, 2010). Pueden mencionarse también los trabajos de Gonthier (1998) o de Molina
(2015). Como estudio de caso, aunque ubicado en un período posterior, no podemos dejar de
mencionar el excelente trabajo de Tomás Mantecón Movellán (1998a), donde el autor despliega un
formidable análisis de la sociedad cantábrica a partir del asesinato de una mujer.
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cierta construcción argumentativa se presentaba, era porque, con independencia
de su valor judicial probatorio, resultaba creíble y (potencialmente) beneciosa14.
En lo referido a mujeres, estos documentos permiten reconstruir, al menos en
parte, el mundo femenino de entonces. Por un lado, ratican el sometimiento y
la violencia que a menudo padecían muchas mujeres, pero, por otro, evidencian
la solvencia con la que ellas eran capaces de actuar en las situaciones más diversas.
En esta oportunidad, como anticipáramos, dentro de las distintas razones que
podían conducir a las mujeres a la justicia, analizaremos casos donde ellas se
querellaban o presentaban algún tipo de denuncia contra jueces cuyas decisiones
las habían perjudicado. Se trata de pleitos que, por vía de demanda directa o por
apelación, llegaron a los máximos tribunales de justicia regia.
En el período aquí estudiado (y aun en tiempos mucho más cercanos), la
idea que predomina es la de una mujer subyugada y oprimida, lo decíamos al
inicio de estas páginas. Mientras que en los discursos médicos se las denía como
inferiores por naturaleza, en los religiosos, se las responsabilizaba del pecado
original y se insistía en su peligrosidad. Ellas representaban una amenaza, la
que podía aplacarse solo en el matrimonio, con obediencia estricta al marido,
convirtiéndose entonces en ejemplo de virtud, como esposa el y madre amorosa
y dulce, dentro de las paredes del hogar, como muy bien explica Scarllett
Beauvalet (2016, passim); o bien en otra obediencia y otro encierro: el conventual.
La normativa, nutrida de tales discursos, arroja una imagen bastante nítida de
sometimiento y escasa capacidad jurídica15. En base a la noción de imbecillitas
sexus, salvo excepciones, las mujeres se veían impedidas de actuar por sí mismas.
Bajo la tutela de su padre o hermanos mayores primero y el dominio de su marido
o de las autoridades religiosas, en caso de tomar los votos, después, se hallaban
supeditadas a sus decisiones. Era una situación equiparable a la de minoridad.
Por ejemplo, cuando se determinaba quiénes se encontraban inhabilitados para
realizar acusaciones, encontramos a las mujeres junto con los niños menores de
catorce años y los reputados por mala fama y falso testimonio16. No obstante,
existían ciertas excepciones: en crimen de traición contra el rey o el reino podían
ser acusadoras; también en seguimiento de injurias y daños cometidos contra su
persona o que hubieran sido perpetrados contra sus parientes dentro del cuarto
grado. Es claro que las leyes las querían lejos de los ámbitos de la justicia, se decía
que no era «cosa guisada que las mujeres anduviesen en pleitos», pues meterse en
esos «logares do se ayuntan muchos homes», hacía peligrar su honestidad y las
14 Por otra parte, Darío Barriera (2002) sostiene con acierto que, con frecuencia, en las de-
claraciones se hacen «comentarios que muchas veces no tienen ningún tipo de conexión con los
propósitos de la disputa y que se constituyen para el historiador en información de primera mano».
15 Un recorrido sucinto y claro de la situación jurídica de la mujer en el derecho castellano,
puede verse en Gacto (2013).
16 Partida VII, Título I, Ley II.
Elisa Caselli

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«buenas costumbres que las mujeres deben guardar»17. Sin embargo, a pesar de
estas advertencias y de poseer unas capacidades tan reducidas, en especial si las
comparamos con las facultades masculinas, la presencia femenina en los estrados
de la justicia era realmente notoria. Es oportuno aclarar que la armación resulta
válida tanto para mujeres cristianas como para judías. La distancia cultural y
religiosa no tenía correlato ante la justicia, allí, las actitudes de unas y otras no
diferían entre sí18. En la normativa judía, la condición jurídica de las mujeres no
divergía respecto de la posición de las cristianas: es decir, dependían de su casa
hasta que pasaban a estar bajo la tutela de su marido, y en viudedad alcanzaban
una mayor autonomía jurídica.
De acuerdo a la documentación revisada, las razones básicas que conducían a
las mujeres ante la justicia, podrían sintetizarse así: En el ámbito civil, la causal
predominante era la vinculada a la defensa de bienes dotales; aunque también
las hallamos en demandas por el cobro de deudas –algunas veces heredadas de
sus difuntos maridos, pero otras, por préstamos realizados por ellas mismas–, en
pleitos sucesorios, por discrepancias con vecinos, entre otras razones posibles.
En el terreno criminal, las encontramos en al menos tres situaciones: a) Como
acusada: aquí, el delito prevaleciente es el de adulterio; luego el de mancebía
(casi siempre con clérigos); hechicería; robo (con frecuencia se trataba de criadas
acusadas de robar a sus señores); herejía —recordemos que la justicia secular tenía
facultades para actuar sobre algunos casos—; injurias o peleas entre mujeres;
incitación al crimen (a menudo del propio marido en acuerdo con un amante)
y, por último, asesinatos. b) Como denunciante: por violación y estupro19 (en
algunos casos, la acción legal la iniciaba un familiar); por injurias (por lo general,
palabras ofensivas pronunciadas en la vía pública); solicitando resarcimiento
—o negociándolo, como muy bien ha demostrado Tomás Mantecón (2011)—;
denunciando abusos y mal comportamiento de jueces u otros ociales. c) Como
defensora de familiares inculpados: acusando extralimitaciones de jueces u otros
ociales, pero cometidas sobre un familiar; también actuando en representación
del marido en prisión. Además de las situaciones recién enumeradas, las mujeres
comparecían en calidad de testigos, tanto en causas civiles como criminales. La
ley establecía que «la mujer de buena fama puede ser testigo en todo pleito»
(salvo por litigio de testamentaria); por la misma lógica, las adúlteras, las que
fueran consideradas viles y de mala fama quedaban excluidas: «no debe ser cabido
17 Partida V, Título XII, Ley II.
18 Armación que se basa en la constatación realizada a través de nuestra investigación (Ca-
selli, 2016c).
19 Al respecto, vale aclarar que, por entonces, estupro signicaba acto de abuso carnal come-
tido contra una menor, pero también, según el caso, podía ser aplicado a mujeres solteras y viudas
sometidas contra su voluntad.
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E,  () . - https://doi.org/10.33776/erebea. v12i2.7770
su testimonio en ningún pleito»20. Para quienes investigamos, estas deposiciones
alcanzan una gran relevancia, pues nos aproximan a algunas mujeres que, de
no ser por esos motivos, muy probablemente no se hubieran acercado a los
tribunales: aunque existían los abogados de los estrados, para atender casos de
«pobres y miserables personas», a quienes que se encontraban en los peldaños más
bajos de la escala social les resultaba mucho más difícil llegar a tales instancias en
calidad de parte actora —de todos modos, en mucho menor medida, también las
hallamos—. Y desde ya que en todas y cada una de las circunstancias mencionadas
se evidencia la capacidad de agencia femenina frente a los estrados de la justicia.
. D  
Si bien los corregidores tenían un salario asignado —a veces consignado en la
provisión para el ocio— que debían solventar las ciudades, los recursos locales
no siempre resultaban sucientes para asumir ese costo, llegando incluso a verse
seriamente comprometidos (Bonachía, 1998). Por ello, buena parte de los ingresos
de los jueces surgía de la misma práctica judicial: les correspondía percibir diversos
derechos y aranceles por las actuaciones, diezmo de ejecución por remates a su
cargo y, en especial, una porción de las penas pecuniarias, como ya señalamos21.
Vale decir que los magistrados gozaban de la facultad de gestionar los réditos
de su ocio, dependiendo de su prudencia y honestidad no extralimitarse. En
este punto, una aclaración resulta pertinente: no se trataba del acto de un iudex
corruptus22, ni de barattaria (hacer o dejar de hacer lo que correspondía a cambio
de dinero, de un favor u otro benecio), donde existían dos partes que pactaban
algo ilícito, y eran prácticas claramente condenadas por la normativa23, sino de
procedimientos prescritos por las disposiciones, que hacían a las facultades de
los magistrados y de las cuales ellos, unilateralmente, solían aprovecharse. Tal
como hemos podido constatar, era harto frecuente que justiciables y pleiteantes
se encontraran seriamente afectados por prácticas abusivas de esta naturaleza
—siendo los remates anticipados las más reiteradas en el ámbito de lo civil; y las
20 Partida III, Título XVI, Ley XVII.
21 Incluso cuando se les asignaban «ayudas de costas», por lo general, en el mismo documento
se les autorizaba a tomarlas de las penas destinadas al sco o Cámara Real. Y en ocasiones hasta el
propio salario era tomado o descontado de las penas aplicadas, y así lo denunciaban las personas
afectadas, como hemos podido comprobar. Por citar solo un ejemplo: Archivo General de Siman-
cas. Registro General del Sello [en adelante: AGS.RGS].1492.07.175.
22 No debe confundirse con la idea actual de corrupción (por lo general, interpretada como
usufructuar una institución pública en benecio particular), en el universo de Antiguo Régimen
remitía a las nociones cristianas de depravación, impureza, degradación, vale decir, de algo que que-
braba y pervertía el orden dado por Dios, era en sí misma una injusticia. El juez es corrupto porque
ha perdido, precisamente, su condición de tal (Garriga, 2017).
23 Sobre las concepciones de iudex corruptus y barattaria ver el excelente artículo de Carlos
Garriga (2017).
Elisa Caselli
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conscaciones indebidas, la tortura para obtener una confesión que justicase
el fallo conscatorio y la pena capital, con el mismo n, las más habituales (y
graves, claro) en el fuero penal—. Sabemos de este tipo de abusos porque quienes
se veían perjudicados, siempre que podían, efectuaban la denuncia pertinente,
algunas veces en el juicio de residencia, otras, querellándose directamente ante los
tribunales reales. Según las leyes, los magistrados estaban obligados a responder,
con su persona y bienes, por sus actuaciones en el ocio público24. Desde ya
que no eran estos los únicos motivos de quejas contra jueces, pero sí los más
frecuentes. Y en muchas ocasiones, esas denunciantes eran mujeres.
3.1 las consecuencIas más graves de los abusos denuncIados
Las fuentes judiciales desnudan distintas formas de violencias, tanto
institucionales como domésticas, sufridas por las mujeres. En el ámbito
institucional, la tortura judicial y la pena capital resultan las más brutales y
evidentes. Dentro de las transformaciones procedimentales operadas durante la
Baja Edad Media, más arriba referidas, la tortura o «cuestión de tormento», tal su
denominación de entonces, ganó terreno en paralelo al abandono de las ordalías25.
Al perder estas últimas su ecacia como instancia denitoria de la culpabilidad,
se precisarían pruebas para justicar las decisiones judiciales, cuya búsqueda,
ya fuera vía accusatio o inquisitio, sería conada al juez (Sbriccoli, 2002). En
este marco, la confesión se convertiría, según teóricos de la época, en la reina
de las pruebas (probatio probatissima) (Toureille, 2013; Planas Rosello, 2015).
Esta suprema calidad probatoria de la confesión —y el empeño de los jueces por
obtenerla— derivó en el uso, prácticamente generalizado, de la tortura judicial
(Billoré, 2012). En Castilla, la institución tuvo pronta normativización26, pues se
consideraba que era beneciosa para conocer la verdad y, por consiguiente, «para
cumplirse la justicia»27. No obstante, allí se precisaba que la confesión bajo apremio
no hacía prueba si no se rearmaba otro día «sin tormento», si el reo se desdecía
podía sometérselo nuevamente a tortura (dos veces en casos de delitos graves y
una vez más en delitos menores28). Si resistía y se mantenía rme en sus dichos
debía ser liberado, si reiteraba su confesión, correspondía que la reconrmara
24 En el juez convergían dos personas, una pública, que ejercía la jurisdicción, y otra privada,
que debía responder de manera particular por los daños causados en el desarrollo de la actividad
pública (Garriga, 2015).
25 Por su propia naturaleza, ordalía y tortura eran mutuamente excluyentes (Jacob, 2014: 37-
40; Planas Rosello, 2015: 645).
26 Para un análisis pormenorizado de la evolución de la tortura en el derecho español pueden
verse, entre muchos otros, los clásicos trabajos: Martínez Díez (1962); Tomás y Valiente (1971 y
2000). Asimismo: Gibert (1997).
27 Partida VII, Título XXX, Ley I.
28 Partida VII, Título XXX, Ley IV.
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«de su llana voluntad e sin tormento»29, en cuyo caso, el testimonio valía como
si la declaración se hubiera realizado sin apremio alguno30. Con posterioridad,
priorizando la «utilidad pública» y con el propósito de que los crímenes no
quedaran impunes, los tratadistas justicarían la aplicación del tormento más
allá de estas limitaciones (Tomás y Valiente, 2000). El problema principal residía
en que las leyes proporcionaban un marco lo sucientemente exible como
para permitir que los jueces cometieran un sinfín de arbitrariedades —sobre las
cuales se lamentaría Castillo de Bodadilla tiempo después, recomendando a los
corregidores precaución al aplicar el tormento para evitar «las culpas y demandas
que pudieran sobrevenirle por esta causa en los juicios de residencia»31—.
Diego Arias de Anaya, corregidor de la ciudad de Trujillo, tras escuchar
rumores respecto de una relación aparentemente amorosa entre un cristiano y
una judía, procedió de ocio y encarceló a los supuestos amantes —recordemos
que esos vínculos se encontraban prohibidos—. Sometió a Vellida, tal el nombre
de la mujer, a crueles tormentos, hasta lograr su confesión. De inmediato y sin
dar lugar a la correspondiente raticación sin tortura de por medio, la condenó a
que fuera azotada, mientras se la paseaba a lomo de un asno por toda la ciudad,
a la conscación de la mitad de sus bienes y a su posterior destierro32. En otro
lugar (Caselli, 2017) hemos analizado con detenimiento este caso, tanto por el
particular ensañamiento que Arias de Anaya demostraba con la minoría judía
como por haberse adueñado y luego vendido los bienes conscados33, por lo que
ahora solo nos limitaremos al aspecto que aquí interesa. Vellida se presentó ante
los jueces del Consejo Real y denunció la conducta abusiva del corregidor. El alto
tribunal le hizo merced de la parte de los bienes conscados aplicados a la Cámara
Real y le concedió un permiso de quince días para que pudiera regresar a Trujillo
a resolver su situación. El corregidor, que no tenía la menor intención de rendir
al sco lo incautado, desconoció y destruyó el documento emitido en nombre
de los reyes e inmediatamente hizo ajusticiar a doña Vellida, quien murió por
ahorcamiento, según denunciaría con posterioridad su hijo34.
A partir de un rumor, en teoría falso, Beatriz Hernández —cristiana, mujer
de Fernando de Carmona, especiero, ambos vecinos de la ciudad de Toro— fue
29 Partida III, Título XIII, Ley V.
30 Además, se denía que solo los jueces disponían de la facultad para mandar a torturar,
acción que debía disponerse mediante sentencia; se especicaba, asimismo, quiénes podían ser apre-
miados y quiénes no (atendiendo a la calidad de cada persona); se indicaba el modo, las condiciones
y el lugar en que debía llevarse a cabo y siempre ante la presencia de un escribano que registraría
todo lo acontecido. En especial, en varios puntos de la Partida III y en la Partida VII, Título XXX.
31 Jerónimo Castillo de Bovadilla, «De la demanda por tormento injusto», en Política para
Corregidores y señores de vasallos, Amberes, 1750 [1597], Libro V, capítulo .
32 AGS. RGS. 1490.12.221.
33 AGS. RGS. 1492.03.441.
34 AGS. RGS. 1492.03.266.
Elisa Caselli

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sometida a «cuestión de tormento» hasta que Juan de Ulloa, corregidor, obtuvo
la confesión que le permitió condenarla en una pena pecuniaria de seis mil
doscientos maravedíes que destinó a su propio bolsillo. Beatriz insistiría en que
el rumor era falso y que ella, como consecuencia de la tortura, había padecido
grandes sufrimientos. En esta ocasión, la acusación fue interpuesta ante el juez
de residencia, una vez que el ocio del corregidor había nalizado. Ulloa fue
condenado a restituir dicha suma35. Claro que ya nada libraba a Beatriz del
suplicio vivido.
En los dos ejemplos que siguen las torturas no habían sido soportadas en
primera persona, sino por familiares directos. Buenaventura e Isabel de Medina
reclamaron por los padecimientos que injustamente habían sufrido sus respectivos
maridos. El primero de los casos nos lleva al año 1485, en la ciudad de Vitoria,
cuando Juan Fernández de Paternina, actuando de ocio, dispuso la detención de
Jaco Tello, judío, vecino de la misma ciudad36. De acuerdo a la información que
había llegado a sus oídos, el judío había «renegado de Dios nuestro Señor»37. Para
la obtención de pruebas, el juez hizo torturar no solo al acusado sino también a su
yerno, convocado como testigo. Buenaventura, mujer de Jaco Tello, exhibiendo
un poder como procuradora de su marido, presentó un escrito objetando la
pesquisa realizada: sostenía que sólo después de haber agotado otros recursos,
podía exigirle a su yerno que depusiera como testigo, pero, ni aun así, hubiera
tenido lugar la aplicación de tormento38. No resulta posible saber si ella conocía
tanto de leyes o si se encontraba muy bien asesorada, lo cierto es que actuaba
como «procuradora» de parte. Jaco Tello, sometido a la tortura del agua, confesó
que, en medio de una discusión familiar, había renegado de Dios. Sin respetar los
plazos procesales, ese mismo día, el juez dictó su sentencia, condenándolo a que
le cortaran la lengua públicamente, que le fueran dados cincuenta azotes a lomo
de un asno, recorriendo los lugares acostumbrados de la ciudad y a la pérdida
de la mitad de sus bienes39. La sentencia se ejecutó de inmediato, tras recibir los
35 AGS. RGS. 1496.10.123.
36 Archivo de la Real Chancillería de Valladolid. Registro de Ejecutorias. [en adelante: AR-
CHV. RE.] 1486.4.15; AGS. RGS. 1485.72; AGS. RGS. 1485.154.
37 ARCHV. RE. 1486.4.15.
38 Recordemos, por un lado, que no existía obligación de declarar en contra de un familiar
directo; por otro, que solo excepcionalmente los testigos podían ser puestos a cuestión de tormento.
39 En casos de blasfemia, en Partidas se establecían castigos acordes a la calidad del culpable:
nobles y caballeros debían perder parte de sus bienes, a «ciudadanos» y «aldeanos» se los condenaría,
la primera vez, en la cuarta parte de su hacienda; la segunda, en la tercera parte; por la tercera blas-
femia, la mitad de sus bienes y si reincidían, serían «echados de su tierra». Para quienes nada tenían:
la primera vez, cincuenta azotes; la segunda, que le marquen los labios con un hierro caliente; la
tercera, «que le corten la lengua» [Partida VII, Título XXVIII, Leyes I a VI]. Las Ordenanzas reales
de 1484 moderaban las penas: por la primera vez, un mes de prisión; por la segunda, destierro por
seis meses; por la tercera, «que se le enclave la lengua».
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E,  () . - https://doi.org/10.33776/erebea. v12i2.7770
cincuenta azotes, el condenado fue conducido a la plaza de la ciudad, donde le
«fuera enclavada la lengua». Y así permaneció hasta que, atendiendo los ruegos de
los presentes, el juez «la mandara desenclavar».
Buenaventura acudió ante el juez para solicitar el derecho de apelación, al no
hallarlo, se dirigió a su casa40 y pidió por él, pero le respondieron que se encontraba
fuera de la ciudad. Ella regresó entonces acompañada por un escribano público
para hacer constar su actuación, en la puerta de la casa dejó un escrito donde
«interponía, como mujer legítima de Jaco Tello e como conjunta persona e como
su procuradora […] un escrito de apelación»41. Con esta documentación notarial
recurrió ante los alcaldes en lo criminal de la Chancillería de Valladolid, donde
expuso todo lo sucedido. Además de reiterar las improcedencias cometidas por
el juez, denunció que este había rematado su casa por cuatro mil maravedíes,
cuando el valor de la misma superaba los treinta mil. Fernández de Paternina fue
emplazado en varias oportunidades, pero jamás se presentó. Vencidos los plazos,
los jueces del alto tribunal pronunciaron su sentencia, mediante la cual restituían
a Jaco Tello «en su honra y buena fama»42, y ordenaban que le fueran restituidos
todos sus bienes, algo que difícilmente se habrá cumplido.
El otro ejemplo nos sitúa hacia 1495, en Medina del Campo, donde Rodrigo
Liñero moría como consecuencia de las torturas recibidas. El proceso judicial,
plagado de irregularidades, había sido incoado por jueces locales. Isabel de
Medina, viuda de Liñero, consciente de que en la ciudad no obtendría justicia
ni reparación alguna, recurrió directamente a la Real Audiencia y Chancillería de
Valladolid. El scal, doctor Fernando Gómez de Agreda, en base a su denuncia,
acusó criminalmente a Juan Fabián y Alonso Repella, alcaldes ordinarios,
responsables del mencionado procedimiento judicial. Según reza el escrito, Liñero
había sido encarcelado, «sin darle delator ni anzas […] diciendo que había
cometido el delito e pecado de sodomía»43. En las probanzas que siguieron, según
las declaraciones de Isabel, su marido «probara muy cumplidamente su buena
fama e vida […] él era inocente e sin culpa de dicho delito». Con el agregado
de que, en la instrucción, el scal de la causa había presentado como testigos a
«enemigos capitales del dicho su marido» —sobra decir que armaciones de esta
naturaleza eran habituales en los procesos judiciales para la tacha de testigos,
en otras palabras, la enemistad era lo primero que se argumentaba—. Pero los
alcaldes pretendían la confesión del acusado, por lo que, a continuación, lo
40 Este hecho no debe llamar la atención, pues los jueces solían atender las causas en su casa
particular, lo que frecuentemente daba lugar a reclamos por parte de los pleiteantes.
41 ARCHV. RE. 1486.4.15. El resaltado me pertenece.
42 ARCHV. RE. 1486.4.15.
43 ARCHV. RE. 1495.88.29. Debe aclararse que también en esta materia los jueces o scales
tenían capacidad para actuar de ocio. Y en caso de que hubiera existido una acusación formal,
podían ocultar los nombres de los delatores mientras durara la instrucción.
Elisa Caselli
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sometieron a «cuestión de tormento», pero sin emitir la sentencia justicativa que
para tal procedimiento marcaba la ley. Tampoco se hallaba comprendida en las
leyes la tortura que le aplicaron: «estando su marido tendido en el suelo con los
pies e piernas metidos en el cepo» encendieron fuego a la altura de sus piernas,
como consecuencia de ello «lo quemaran e abrasaran […] e después de aquello
sobre las brasas […] le pusieran de pie e le tuvieran horas en el dicho tormento»44,
lo que provocaría la muerte de Rodrigo Liñero unos días más tarde.
Isabel, en su nombre y en el de sus hijos, solicitaba la restitución de sus bienes
—recordemos que por el delito de sodomía correspondía la conscación total
de bienes— más una compensación y el castigo para los jueces responsables de
semejantes atropellos. El proceso judicial conoció varias instancias, en la sentencia
nal, en «grado de suplicación» —vale decir, que ya no existía apelación posible—
los jueces en lo criminal hallaron culpables a los alcaldes: condenaron a Juan
Fabián a inhabilitación perpetua, un año de destierro, más treinta mil maravedíes
que debía pagar a Isabel de Medina y sus hijos; a Alonso Repella, a inhabilitación
por dos años, un año de destierro, más quince mil maravedíes (diez mil para el
sco y cinco mil para Isabel de Medina)45. Sin embargo, al año siguiente, Isabel
volvía a solicitar la emisión de una nueva carta ejecutoria, lo que da la pauta de
que la anterior (ya vencida en sus plazos) no había sido cumplida46.
3.2 otras InjustIcIas
Unas líneas más arriba nos hemos referido a las consecuencias judiciales
que podía acarrear una mala fama social. Cualquier individuo portador de una
reputación desfavorable tenía siempre más chances de tornarse sospechoso de
algún crimen, que otro beneciado por una elevada estima social. Una estima
social que se construía, fundamentalmente, en base al honor y la honra; principios
estos organizadores de la sociedad europea occidental del Antiguo Régimen. Sobre
unos criterios socialmente aceptados, se establecían gradaciones, jerarquías y se
otorgaban rasgos especícos a cada estamento. Y las personas debían comportarse
de acuerdo su condición o calidad. Pero, la aceptación o, por el contrario, el
rechazo hacia la conducta de determinado individuo, dependía esencialmente
de la valoración que de la misma realizaran sus «pares» o «iguales». De allí que
el verdadero honor se encontrara, principalmente, en el hecho de ser reconocido
públicamente, de ser honrado por los demás. Aquel que no cumpliera con los
deberes que le eran propios merecería ser deshonrado. La honra, por lo tanto,
debía ser adquirida, mantenida y protegida (Mantecón, 1998b: 128-130 y 2012:
44 Todas las expresiones entrecomilladas de este párrafo están tomadas de: ARCHV. RE.
1495.88.29.
45 ARCHV. RE. 1495.88.29.
46 ARCHV. RE. 1496.99.37.
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443-446). Por tal razón, si una acción judicial mancillaba injustamente la imagen
pública de una persona, esta tenía derecho a un resarcimiento y a solicitar a través
de la misma vía que el error fuera reconocido y su fama, subsanada.
Al nalizar el corregimiento de Juan López Navarro en la ciudad de Baza, María
Enríquez presentó una demanda contra él, en el marco del juicio de residencia
que llevaba el bachiller Francisco Galdín de Sahagún. Según sus declaraciones,
en el mes de febrero del año 1500, encontrándose ella en casa de sus padres, fue
sorprendida por una orden del corregidor, quien «sin preceder pedimento de parte
ni información»47 que así lo justicara, disponía su detención. A continuación, «sin
ser llamada ni oída» —vale decir, sin dar lugar a su defensa— el bachiller Navarro
pronunció su sentencia, mediante la cual la condenó a un destierro de diez leguas
a la redonda, so pena de ser azotada si así no lo cumplía. Siempre según María,
ella fue «sacada de la cárcel a voz de pregonero en lo cual fue grave e atrozmente
agraviada e injuriada», afrenta que la demandante estimaba en la nada desdeñable
suma de cincuenta mil maravedíes48, más las costas. En su defensa, el corregidor
sostuvo que «no era en servicio de Dios nuestro señor que la dicha María Enríquez
estuviese en la ciudad», pues por su culpa se había originado un gran alboroto,
en el que dos hombres se habían acuchillado. En ningún momento la acusa de
ejercer la prostitución, sino de haber fomentado un escándalo público. El juez
de residencia falló en favor de la mujer, aunque disminuyó la pena pecuniaria:
condenó a López Navarro en veinticinco mil maravedíes, de los cuales veintitrés
mil eran por resarcimiento y los dos mil restantes, por «daños e intereses». Como
en todo juicio de residencia, las sentencias podían ser apeladas ante el Consejo
Real. Y así se hizo en esta ocasión. Los jueces del alto tribunal entendieron que el
bachiller Galdín de Sahagún había pronunciado un fallo correcto, que raticaron,
aunque moderaron considerablemente la suma, haciéndola descender a cinco mil
maravedíes.
No fue esta la única acusación sobre la que debió responder el bachiller Juan
López Navarro. En el marco del mismo juicio de residencia, fue demandado
por haber difamado a Marina Díaz. Esta vez, la denuncia la elevó el padre de
la víctima, quien hizo saber que el corregidor, siguiendo un rumor, en junio de
1499, había iniciado una pesquisa contra su hija, armando que la joven “estaba
preñada, siendo todo falsedad, porque la dicha su hija era doncella e buena mujer
e honesta” y que, al haberla difamado de ese modo, “quedaba perdida para no se
poder casar”. En este caso, el juez de residencia no se pronunció al respecto, sino
que remitió la causa al Consejo Real. Allí, visto el proceso, consideraron que las
actuaciones de López Navarro eran injusticadas y que, efectivamente, habían
afectado a la joven, por lo que lo condenaron en la suma de dos mil maravedíes.
47 Las citas de este caso están tomadas de AGS. RGS. 1500.07.305 y AGS. RGS. 1500.09.254.
48 A modo de referencia, era lo que, en la época, podía valer una casa con su huerta y patio.
Elisa Caselli
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Al mismo tiempo, «restituyeron a la dicha Marina Díaz en su honra e buena fama
e en el estado en que estaba antes de la dicha pesquisa que contra ella se hiciese»49.
Resulta oportuno recordar que un juicio de residencia podía comprender
decenas de denuncias. Por cada una de ellas, el juez de residencia —que se
hallaba facultado para solicitar pruebas, ordenar pesquisas secretas y disponer
otras actuaciones que creyera pertinentes— emitía un dictamen, mediante el
cual, condenaba o absolvía al residenciado, o bien, remitía al Consejo Real la
causa sin fallar, vale decir que una residencia solía contener fallos condenatorios,
absoluciones y remisiones. En cualquier caso, residenciados y denunciantes tenían
derecho a presentarse ante el alto tribunal para ofrecer allí sus respectivos descargos
y apelaciones, lo que a la postre conducía a la apertura de numerosas causas,
aunque no todas se tramitaran por vía procesal. En la práctica, esto se tornaba
bastante farragoso, pues las resoluciones que de allí salían, con frecuencia eran
de difícil ejecución. Entre otras razones, porque pasada la residencia, los ociales
–tanto corregidores, como sus lugartenientes y alguaciles eran residenciados–
abandonaban el lugar donde habían ejercido su cargo y se había desarrollado el
juicio correspondiente, y lo más probable fuera que cuando arribara la decisión
del Consejo Real, se encontraran desempeñándose ya en otro sitio, a veces
lejano50. Es por ello que es muy fácil hallar pedidos de sobrecartas por fallos
anteriores incumplidos, incluso luego de haber transcurrido años. Por ejemplo,
Inés Martínez de Quintos, viuda, vecina de la Villa de Carmona, en su nombre y
en el de su hija, en mayo de 1500, recurre al Consejo Real, que en ese momento
residía en Sevilla, para quejarse de que hacía cinco años no lograba se cumpliera
un fallo a su favor. La cuestión era que, el entonces corregidor, licenciado Lope
Ruiz de Autillo, había procedido injustamente contra ella, condenándola en seis
mil maravedíes. El juez de residencia, según la sentencia denitiva y rmada por
escribano público que Inés Martínez aportó en su presentación, dispuso que el
dinero le fuera devuelto. Sin embargo, la sentencia jamás se pudo ejecutar «a
causa de que el dicho licenciado ha estado ausente»51.
Pero, no siempre se aguardaba al juicio de residencia para elevar las quejas
sobre las actuaciones de los jueces. Veamos un caso. En la ciudad de Segovia, «se
decía e había fama» de que una casa, perteneciente a Gonzalo Ferrero, poseía un
tesoro oculto. La intriga fue tal que su propietario, junto con María de Coca, su
mujer, más hijos, hermanos, criados y otras personas, se pusieron en campaña
para dar con la supuesta riqueza escondida. Para lograr el éxito en la empresa,
decidieron recurrir a cierto esoterismo, no sin antes juramentarse sobre el paso
que iban a dar. Fue así cómo en determinados días y horas encendieron una
49 AGS. RGS. 1500.09.251.
50 El tema también ha sido analizado pormenorizadamente en Caselli (2020).
51 AGS. RGS. 1500.5.76.
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candela, quemando hierbas y pronunciando conjuros. El tesoro al parecer no
fue descubierto, pero sí salió a la luz un enfrentamiento familiar. Ferrero había
decidido traspasar parte de su casa a María, su mujer. Pero él tenía hijos de un
matrimonio anterior, quienes enterados de las intenciones de su padre, no solo
se opusieron con rmeza, sino que agredieron físicamente a María, arrastrándola
hasta hacerla salir de la casa. Al poco tiempo, Gonzalo falleció y, días después, su
viuda fue conducida a la cárcel pública, acusada de hechicería.
La historia nos llega a través de María de Coca, quien se presentó directamente
ante los jueces del Consejo Real para denunciar al corregidor, Día Sánchez de
Quesada y también a su alcalde y a su alguacil52, por los atropellos contra ella
cometidos. De acuerdo a su relato, María ni siquiera se hallaba presente en las
ceremonias de conjuro, ella dejaba entrever que los hijos de su difunto marido
la habían acusado, por el odio que le profesaban. Según su denuncia, el proceso
estaba plagado de injusticias: las deposiciones de los testigos eran falsas, no
obstante, sin darle lugar a tachas ni a defensa alguna, dictaron sentencia. Fue
condenada a ser azotada públicamente, bajo pregón de «que era hechicera», a la
conscación de sus pocos bienes y al destierro de la ciudad. Pedro Valisano, otro
de los participantes del conjuro, también había sido detenido, pero él no recibió
condena alguna, sólo María fue castigada, según ella, «por ser pobre» e incapaz
de «seguir largo pleito». Sin embargo, supo tener la precaución de incluir en su
demanda una salvedad importante: declaró que quienes buscaban el tesoro, entre
los que ella se encontraba, habían jurado no hacer nada «sin que la justicia de la
ciudad entendiese en ello» y que, de hallarse algo, «se diese cierta parte a Dios»,
más «el quinto» correspondiente al sco. María solicitaba que se alzara su destierro,
se le reintegraran los bienes incautados y se procediera contra corregidor, alcalde y
alguacil con «las mayores e más graves penas que fuesen halladas por fuero e por
derecho por haber hecho e cometido lo susodicho». En las sucesivas órdenes que,
entre marzo y abril de 1493, desde el Consejo Real se emitieron para el corregidor
y sus ociales, puede leerse: «con apercibimiento que vos hacemos que si remisos
y embargantes fueredes en lo susodicho nos tornaremos a vos e a vuestros bienes
como de jueces que no guardan ni [cumplen] las cartas e mandamientos de su
rey e reina»53.
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52 Recordemos que, al asumir el cargo, los corregidores tenían facultades para designar a sus
alcaldes o lugartenientes y a sus alguaciles. Cuando nalizaba el ocio de corregimiento, de manera
conjunta o por separado, todos debían ser residenciados. En esta oportunidad, son denunciados
conjuntamente ante el tribunal superior.
53 El caso está reconstruido a partir de: AGS.RGS. 1493.03.315 y AGS.RGS. 1493.04.100.
Las expresiones entrecomilladas están tomadas de estos documentos.
Elisa Caselli
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Antes de cerrar estas páginas, desearíamos retomar algunos de los aspectos
abordados. Hemos comenzado por ofrecer una síntesis de los cambios operados
en la Baja Edad Media que condujeron a la centralidad de la gura del juez en el
escenario judicial. Esa importancia enlazaba con una cuestión que destacamos y
es la consideración entonces vigente de la administración de justicia como acto
de gobierno y, por consiguiente, portadora de signicación política. Existía,
asimismo, una valoración elevada y socialmente extendida sobre la imagen de los
jueces, que se hacía presente en el lenguaje cotidiano de la justicia, en ocasiones
para contrastar una actuación concreta que distaba del ideal que de ellos se tenía.
Y es que con extremada frecuencia los jueces se extralimitaban en el ejercicio de
sus funciones. En este sentido, nos ha preocupado insistir en aquellos abusos
derivados de la práctica cotidiana de la administración de justicia, pero sin que
mediara un pacto ilegal –por soborno o cohecho–, sino que se ocasionaban a
partir de una decisión tomada unilateralmente por el juez y que se vinculaban a la
gestión económica de su ocio, la cual, a diferencia de la baratería, no se hallaba
reñida con la ley, salvo que se cometieran excesos o se alterara el procedimiento
judicial en benecio propio. En el juez convergían dos personas: una pública, que
ejercía la jurisdicción, y otra privada, que debía responder de manera particular
por los daños causados en el desempeño de su ocio (Garriga, 2015), fueran esos
perjuicios producto de prevaricación o de negligencia. Por ello, nos ha interesado
enfatizar también las quejas que sobre los magistrados elevaban justiciables
y pleiteantes. Dentro del espectro de denuncias, nos hemos detenido en las
efectuadas por mujeres, con el propósito de ejemplicar la capacidad femenina
para defenderse ante los estrados de la justicia, querellando incluso a los propios
jueces si era necesario.
Las acusaciones cubren un abanico amplio, desde torturas improcedentes, a
veces con consecuencias fatales, hasta la conscación injusticada de bienes o el
escarnio que signicaba ser castigada y difamada en la vía pública. Las confesiones
que, bajo tormento, fueron arrancadas a Vellida, a Beatriz o a los esposos de
Buenaventura y de Isabel obraron de sustento para proceder a incautaciones y
remates, de cuyo producto se beneciaron los jueces. María de Coca, que también
vio sus bienes conscados, fue azotada en la calle y luego desterrada; a María
Enríquez la condenaron asimismo al destierro y ambas expresarían más tarde la
vergüenza que habían sentido cuando a voz de pregón se anunciaban los delitos
que, supuestamente, habían cometido. Según los casos, solicitaban la devolución
de sus bienes, un resarcimiento económico, ser restituidas en su honra o que
los jueces fueran sancionados. Las peticiones recibían casi siempre una respuesta
favorable. Desde los máximos tribunales —Real Audiencia y Chancillería o
Consejo Real— a corregidores y alcaldes se les ordenaba, entre otras resoluciones
posibles, retornar bienes, indemnizar por los daños ocasionados y restituir en su
honra y buena fama a las personas afectadas por sus decisiones. En los documentos
Denunciar injusticias. Mujeres contra malos jueces...
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puede leerse, por ejemplo: «para que para ellos fuese pena e castigo e a otros
alcaldes e jueces ejemplo de administrar e hacer cumplimiento de justicia»54.
Sin embargo, sabemos que los bienes conscados difícilmente se reintegraran
en su totalidad —entre otras cosas, porque solían venderse de inmediato, a veces
en almoneda— menos aún las penas que habían sido percibidas en metálico —
Inés llevaba cinco años esperando que le devolvieran su dinero— y algo similar
sucedía con los resarcimientos. No signica que nada se lograra, sino que podía
resultar un tanto fatigoso. De lo contrario nadie lo habría intentado. Ahora
bien ¿constituía un hecho excepcional denunciar a los jueces? Denitivamente,
no. Tampoco lo era que litigaran entre ellos por derechos sobre las actuaciones
—esto por lo general sucedía con las causas que quedaban pendientes al nalizar
el ocio— o que se vieran obligados a reclamar por su salario. Este tipo de
cuestiones eran el pan de cada día en el ámbito judicial. Cabría preguntarse si
esas prácticas estaban bien vistas o si todos eran malos jueces. Ni una cosa, ni la
otra. Se trataba de una naturalidad diferente, que como tal debe ser analizada.
Como decíamos, impartir una correcta justicia era sinónimo de buen gobierno.
Los reyes, por lo tanto, se preocupaban en controlar a los jueces por ellos enviados
y, al mismo tiempo, debían ofrecer a quienes se hubieran visto afectados por
una «mala justicia» las vías o los medios para quejarse si así lo deseaban. Un
rey nunca podía ser injusto. Pero, por otra parte, había consciencia también de
que los ociales tenían que sostenerse en sus cargos. Esto implicaba no solo que
lograran cobrar su salario, ayudas de costas y demás derechos, sino que lidiaran
con los poderes locales, enredándose en enfrentamientos concejiles, debidos sobre
todo a la asignación de recursos comunales, unos recursos de donde dependían,
precisamente, los salarios. Y resultaba preciso mantener un equilibrio, siempre
delicado, siempre frágil. De allí que se permitiera que de la propia gestión judicial
se solventaran ayudas y salarios. No era ni más ni menos que una cuestión política.
La administración de justicia estuvo atada por siglos al gobierno (hoy diríamos al
poder ejecutivo), recién, y muy trabajosamente, comenzó a separarse a lo largo del
siglo , como muy bien lo muestran los trabajos de Pedro Ortego Gil (2019),
para el caso de España, y Darío Barriera (2018), para el Río de la Plata —y si es
que podemos considerar que en la actualidad se halla del todo escindida—. Por
estas mismas razones, se pretendía evitar que los jueces cometieran abusos y en
caso de que lo hicieran, se intentaba que el daño fuera reparado. En situación
de justiciables o de pleiteantes, las mujeres transitaban por estas mismas lógicas
y, como hemos visto, allí también las encontramos, capaces de denunciar a los
malos jueces y, al igual que en tantos otros escenarios, mostrando habilidad para
procurar por ellas, por sus familiares, por sus intereses.
54 ARCHV. RE. 1492.43.2.
Elisa Caselli
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